Llevaba cuatro años sin tener nada que decir. Había pedido
asilo político en el país del silencio y sin dudarlo se me había concedido la
residencia permanente. Pasaba los días leyendo viejas novelas de caballería, me
alimentaba de pan con mantequilla y el contacto con los de mi especie lo había
limitado al estrictamente inevitable.
Por las tardes soñaba caminos. Recorría las veredas de la
memoria hasta ser despertado por los gritos de la chiquillería al fondo. La
infancia, siempre la infancia.
Los días se acumulaban como una pila de papeles
desordenados.
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